Hace prácticamente unos días estábamos en verano y de repente ya el fin del año se nos echó encima… Es increíble lo rápido que ha pasado el tiempo. Pensando en ello me ha faltado tiempo para organizar y hacer cosas que tenía planeadas, incluso alguna vez me ha entrado el agobio de “no llegar”, pero bueno, hemos llegado, con la lengua afuera en algunas ocasiones, pero sí, hemos llegado.
Para mí, antes, en mi pasado sin Dios, el tiempo era algo que deseaba que pasara más rápido. Había días eternos, sin ánimo ni esperanza, llenos de tristeza y oscuridad, centrada en mí misma con el corazón seco, un corazón que no tenía nada que dar, sin objetivo ni meta en la vida más que cayera el sol lo antes posible y desear que el día siguiente sea mejor y sin tener que esforzarme en inventar una vida en la que todo iba bien. ¡Pero llegó Dios! Me dio Su Salvación acompañada de una vida nueva, una que nunca pude imaginar, en la que mi deseo y meta ya no tienen nada que ver con los deseos y metas que tenía antes. En esta época de fiesta y celebración, el mundo anima a proponerse objetivos para el año nuevo, que si dejar de fumar o de beber, ir al gimnasio, ayudar a los necesitados, leer más, comprarse algo deseado, viajar… Objetivos “buenos” pero todo para satisfacerse a uno mismo, en el que el centro es el YO. No digo que esos objetivos estén mal, pero si que me fijo en cuál es la motivación en ellos. Y yo… ¿Cuál es mi deseo?. Mi deseo y anhelo, no solo para el nuevo año, debe estar centrado en el que me dio la vida, una nueva oportunidad y un propósito, una vida abundante y llena de bendiciones. Mi deseo es obedecerle y agradarle cada día, servirle a Él y a los que me rodean. Y aunque haya días en los que el tiempo no me dé para “llegar a todo” doy gracias a Dios porque cada minuto con Él en mi vida es lo más valioso que tengo y porque al abrir mis ojos por la mañana me da más de lo que siempre pude desear.
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