“Yo te conozco, sé lo que fuiste, lo que eres, no cambiarás, Jimmy el resbalones”. La
afirmación, altiva y honesta, me resultó muy cruel dentro de su contexto. A modo aclaratorio,
decir que no lo escuché en la vida real, solo era una serie. En concreto se trataba de Better call
Saul, spin-off de Breaking bad. Para los que no sepan muy bien de qué estoy hablando resumo
brevemente la trama: Jimmy es un abogado muy peculiar con un turbio pasado que trata de
hacerse un hueco en el derecho. Además, cuida de su hermano mayor, prestigioso letrado
pero que actualmente no ejerce debido a una enfermedad. El protagonista se esfuerza por
atenderlo bien, ya que en el pasado las cosas eran justo al revés: era su hermano quien le
ayudaba, sacándole de apuros legales como timos y estafas (de ahí el apodo Jimmy
“resbalones”). La contundente acusación corresponde al episodio en el que Jimmy descubre
que su hermano ha estado impidiendo que prospere laboralmente. El motivo es sencillo, su
hermano no cree que haya cambiado y considera que es contraproducente que alguien como
él ejerza la abogacía. No sé si fueron conscientes, pero redactando esta línea los guionistas
suscitaron un debate que data tan antiguo como la misma existencia humana: ¿las personas
pueden cambiar?
Esta pregunta ha tratado de ser respondida en innumerables ocasiones, pero a día de hoy hay
opiniones para todos los gustos. Hay quien dice que sí, hay quien dice que no, hay quien
asegura que no se necesita cambio, hay quien acusa a la sociedad de cambiarnos. Por haber,
hay hasta quien, con mucha sinceridad, ni sabe qué responder. Es cierto que todo a nuestro
alrededor parece estar en constante cambio. Las enraizadas costumbres de una generación
pueden ser completamente reemplazadas en la siguiente. Yo soy de la generación de los
ochenta, por lo que muchos de mis recuerdos y aventuras sucedieron en la cultura de los
noventa. De esta forma, he conocido cosas “asombrosas”: la música se escuchaba en el
walkman hasta que llegó el discman, el poder de la laca sostenía curiosos peinados, las
carpetas estudiantiles sufrían la plaga de fotos de grupos musicales, actores y deportistas, etc.
Y por supuesto, lucí aquellos chándales amplios llenos de colores. Sin embargo, hablando de
esto último hace poco mi hijo (para quien resulto ser muy mayor) me preguntó: “papá, ¿por
qué os poníais esos chándales?” A lo que solo pude decir: “no sé, es lo que había.” Todo
nuestro entorno está en constante cambio, pero ¿qué hay de lo que somos? ¿Nuestra esencia
puede cambiar?
Llegados a este punto, a veces me he encontrado con una respuesta: “el ser humano no
necesita cambio.” Observemos: cada vez hay más violencia, por cada noticia buena hay que
escuchar muchas malas, no conseguimos parar la escalada de suicidios, nos encontramos sin
recursos para cambiar el ambiente irrespirable de las aulas, y estos son solo algunos de los
problemas que no estamos pudiendo solucionar. Pero estas cosas están evidenciando la
realidad: necesitamos cambiar, pero no podemos hacerlo. Aunque alteremos nuestros hábitos
y nos ejercitemos en anestesiar nuestra conciencia, siempre seremos “Jimmy resbalones”.
Nos cuesta admitir esta dura verdad. Sin embargo, en el momento en que la admitimos,
cuando cansados de guardar las apariencias asumimos nuestra culpa y dolidos reconocemos
nuestra desesperación, es justo ahí cuando podemos descubrir lo sorprendente: Dios puede
cambiarnos. Es decir, Dios puede alterar la esencia de la naturaleza humana hasta hacer de
nosotros personas completamente nuevas. Pero entonces, ¿por qué no lo hace? Quisiera
responder con otra pregunta: ¿por qué ha de hacerlo? ¿Acaso no le hemos ignorado, dándole
la espalada? Podemos zanjar aquí el debate, creyendo que la idea de un Dios así es solo una
quimera. O podemos hacer algo distinto. Podemos doblegar nuestro orgulloso corazón y
arrepentidos dirigirnos a Él, pidiéndole este cambio.
El año pasado hablé con un hombre de estas cosas. Me preguntó que por qué creía en esto, a
lo que respondí que yo mismo había sido cambiado por Dios. Él contestó: “te creo, porque lo
has vivido”. Y es que cuando clamamos a Dios para que nos cambie, decidiendo así vivir a su
manera, entonces descubrimos no solo lo sorprendente, sino también lo milagroso: Dios lo
hace. Lo ha hecho conmigo. Nadie me lo puede discutir. Para mí, Jimmy solo es un recuerdo del pasado.
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